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Cada año despertaba en un lugar distinto al anterior. Aprendí que la quietud del cuerpo –que en ese entonces confundía con el alma–, nos robaba ese futuro que inventábamos para prolongar esa cosa extraña que es la vida, perteneciente no sé a quién. Mientras mi casa fueron los carros, los aviones y los barcos, mi hogar fue una conversación que se repetía sin falta en cada viaje:

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- ¿Para dónde viejamos, papi?

- Se dice «via-jar», no «viejar».

- ¿El lugar en el que viviremos tiene micos?

- Sí, muchos.

- ¿Y sirenas?

- Tal vez.

- Mami, ¿ya casi llegamos?  Estoy mareada.

- Duérmase y verá que ya no siente nada.

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Entonces dormir era como morirse en un bus repleto de gente que recogía el cansancio de la carretera detrás de sus párpados para obligarse a no sentir. Dormir era como morirse en medio de esa cosa pequeñita que es el mundo desde la ventana de un avión, o en el movimiento de las olas negras de una noche que no conoce el descanso. No sentir nada es morir, «y mientras continúas viajando, esa ninguna parte que se encuentra entre el aquí de casa y el allí de ningún sitio, seguirá siendo uno de los lugares en dónde vives» [1] o mueres… para no sentir el viaje.

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A esa edad, «viajar» y «llegar» era lo mismo. Yo sólo pensaba en sirenas y micos. Mi único miedo, además de las náuseas que me provocaba cualquier aparato en movimiento, era no convertirme en sirena. Todas las noches le pedía a Dios que se llevara mis piernas y me diera a cambio una cola pez. Nunca lo hizo. Decidí que lo mejor era pedírsela a mi papá, que en ese entonces vivía en Aruba. Le dije que se metiera al mar y le arrancara la cola a cualquier sirena que viera. Que yo quería una de colores y que me la enviara por avión. Lo picó un alacrán.

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A los dieciocho años –con la adultez y madurez que me conceden los de arriba– no tuve más remedio que seguir viajando. Comprendí que el alma quieta, duele. Mi primera parada: NC Merfest en Carolina del Norte. Un festival de tritones y sirenas, en el que los frustrados como yo, podemos ser el sueño que se nos negó. No es cuestión de colas coloridas y conchitas en los senos, sino el disfrute de esa invisibilidad en la que nadie te señala. Me pregunto cuál es la intención de recluirnos en ese mundo predecible de hierro y carbón, en el que todos corren por el poder y la avaricia. En el mar está el silencio que las industrias nos robó.

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Es cierto que pienso más en la vida que no tengo, que en la que tengo. Me concedo el privilegio de no estar. De imaginarme con mil monos sobre mi cuerpo en un campo que no existe. Mi especialidad ha sido el cautiverio, el abandono y el crimen: las aves en la jaula, el perro dejado en medio de una invasión y los grillos descuartizados en un envase de vidrio. La hipocresía que me mueve –que nos mueve–, es la que me impulsa a defender la vida, mientras cocino cualquier parte de un animal muerto del que ignoro el sufrimiento.

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Y así, con la falsedad que me maneja, viajé a Lopburi, una ciudad tailandesa en la que monos y personas conviven todos los días sin necesidad de dominio. Es irónico porque los turistas dicen que los monos se tomaron la ciudad… ¿Desde cuándo son ellos los invasores? Hasta ahora no conozco un mono que haya entrado a mi casa y me deje al borde del camino, o experimente conmigo hasta matarme. Al menos los habitantes reconocen que la presencia de estos seres, es tan importante como la de sus familias. Por eso, mi cuestionada hipocresía y yo, nos unimos al Festival de los Monos. Con grandes banquetes de frutas, postres, bailes y música en vivo, miles de monos llegaron ese día al templo Wat Phra Prang Sam Yod, y disfrutaron de un sinfín de comida.  

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Recuerdo que mi último viaje tenía un color azulado, que luego pasó a verde. Había un río verde, con gente verde y cerveza verde. Mi hermana, que desde niña fue perseguida por duendes y desarrolló una intriga por estos, me invitó a Dublín. Cuentan que allí, San Patricio se convirtió en el patrón de los irlandeses y derrocó a los druidas –sacerdotes de los dioses paganos–, quienes enviaron duendes a la iglesia para distraer al culto. San Patricio logró sacarlos de su templo, y desde entonces, su imagen es utilizada para alejarlos. Según mi hermana, fue así como logró quitárselos de encima. Los muy condenados le tiraban piedritas mientras dormía, le hacían trencitas en las greñas negras y le dejaban, por si acaso, un ramito de flores para enamorarla.

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Después de un largo viaje, trato de recodar con todas mis vidas, quién cuenta a quién. Quién vive a quién. Tal vez me pase lo de Goethe, quien, estando muerto, sostiene una charla con Hemingway sobre los diálogos que Kundera los pone a decir en su libro: «sabe perfectamente que en este momento no somos más que fantasías frívolas de un novelista que nos hace decir lo que él quiere y que probablemente nosotros nunca habríamos dicho». Entonces comprendo que he vivido lo que no tengo. Que los viajes nunca fueron míos… y los miedos tampoco. Sólo fui la palabra que el escritor necesitaba para que alguien más la pronunciara[2].  

 

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[1] Diario de Invierno, Paul Auster.

[2] Sin palabras, Alejandra Pizarnik.

Texto: Katherine Serrato

Collage: Johan Andrés Rodríguez

© 2020 Revista Takiq

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