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El juego

Texto:

Daniel Alzate

Ilustración:

Johan Rodríguez

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Insertar la llave en la cerradura, empujar y entrar, era para Julio sinónimo de paz. Saberse en casa con bastante luz solar por delante le resultaba casi como estar en un sueño dirigido; aquellos en los que uno puede volar, si a eso se atreve.

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Julio cierra la puerta tras de sí y de ese modo da inicio a su libertad.

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Primero lo primero, por tonto que se lea. Julio se encamina directamente hasta su REGA modelo RP1 y esa vez, después de un rato de meditación, es una tonada de Wagner la que encausa el ingreso a su mundo. Mientras de a poco se va haciendo uno con la melodía, el hombre se saca las gafas y las deja por ahí; cierra los ojos un momento y frota, a modo de masaje, sobre sus párpados; el maldito computador le está acabando lo que le queda de vista.

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Cuando parece sentir un poco de alivio, se deja arrastrar suavemente hasta la cocina para colar algo de café. Allí se funde en una especie de ensoñación entre su ritual de cafeinómano y las ráfagas de Wagner, de la que solo sale cuando de un momento a otro se reconoce con una gran taza humeante entre las manos, asomado a la ventana de la sala. Reacciona solo al vislumbrar la ausencia del lente, que por ahí estará… sin embargo, lo poco que alcanza a ver le abre el apetito. A juzgar por el vaivén que se puede percibir sobre la persiana mal ajustada achicando la vista, podría juzgarse un movimiento sexual en el hogar de los Gutiérrez.

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“De ser así, seguramente se estará consumando el acercamiento entre la Loca y el Chirrete del 201” Se dice el solitario Julio.

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Fuera de aquella jugosa posibilidad, el resto de lo que su miopía le permite entender semeja lo cotidiano en ese preciso instante, digamos, 3:47 de la tarde: la solterona señora/señorita Ibáñez ve televisión sobre su bicicleta elíptica; los “401” aún no llegan, y en el apartamento de Claudia Orrego, el 102 del edificio Buenos Ayres, ella, su pequeña y el perrito fastidioso estará tomando la siesta.

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Sin embargo, tras el rápido y nubloso sondeo, no puede dejar de sentir que algo ha pasado por alto... Pero como todo cegatón consagrada sospecha de lo que no atraviesan sus lentes, Julio decide buscarlos, o directamente su catalejo, antes de volver sobre el Buenos Ayres. Por su parte la música, que se riega sin sorpresa alguna sobre su espacio en el tiempo, lo envuelve, aligerando su sentir.

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Mientras degusta el café, andando por ahí, finalmente da con las gafas. La vista vuelve a ser lo que se supone debería, pero naturalmente nunca ha sido. Julio decide por fin atrincherarse de una vez en su cuartel general, donde lo esperan el resto de herramientas.

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Ya en su habitación termina la primera taza de café, toma el catalejo de debajo de la cama y se dispone a comenzar:

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Apegado a un plan metódico, con su libreta de apuntes siempre a la mano y camuflado tras unas cortinas más oscuras que gruesas, aprovechándose de la inexorable sombra matutina desde ese lado de la calle, Julio comienza a jugar, paseando descaradamente su mirada sobre las vidas de en frente.

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Solo por un instante se permitió saltar la lista de chequeo para corroborar la tesis del encuentro sexual entre la Loca y el Chirrete, y si bien no pudo ver nada tras la cerrada persiana, al menos constató que ésta se movía, y que, al estar la ventana cerrada, no podía ser el viento… sería cuestión de esperar… Luego sí, acogiéndose a su lista de chequeo, apunta con su instrumento sobre el 101, donde vive un viejo matrimonio del que poco precisa y que, además, poco le interesa. Nunca pasaba nada interesante en ese apartamento. Al lado, el 102, como había previsto no había movimiento. Lo interesante del 102 era la madre y sus pijamas mañaneras de fin de semana, las cuales, debido a la perspectiva limitada desde su apartamento, solo podía apreciar cuando Claudia pasaba la puertaventana de la sala, que en los apartamentos del Buenos Ayres, daba a un pequeño balcón.

 

En el 201 los Zapata, padres del Chirrete, seguían sin llegar del trabajo, para lo cual faltarían varias horas todavía. Su hijo no se dejaba ver tras los cristales; quizás porque en verdad estaba arriba con la Andrea, la hija de los Gutiérrez; quizás porque estaba afuera fumando yerba, o quizás, porque había muerto a causa de meterse alguna porquería… Ya lo descubriría. Por su parte, el  202 seguía desocupado. Varias veces había contemplado tomar ese apartamento o el 502, que también estaba desocupado y así jugar con sus propios vecinos del Colonia; pero hasta ese momento no se animaba, en parte por la comodidad de su mundo en donde había descubierto el juego, y en parte por la física pereza de mudarse.

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Luego posó su catalejo especialmente calibrado para su miopía de 3.5 y astigmatismo irregular en el ojo derecho sobre el apartamento 301, donde la solterona/señora/señorita Ibáñez se encontraba, como ya había apreciado, y como además era su costumbre de lunes a viernes de tres a cinco de la tarde, sentada sobre la bicicleta elíptica.

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Por espacio de algo más de un minuto, al ver a la Ibáñez, Julio recordó la primera conclusión a la que había llegado con su experimento social: la teoría del televisor, con respecto a la cual, en aquel espacio cuadrado en la sala justo en frente de los ojos de señora/señorita Ibáñez, se hallaba una de esas cajas estúpidas.

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Ahora que lo analizaba tampoco era la gran cosa sino mera lógica. No de otro modo podía explicarse su inconstancia durante el ejercicio sobre la elíptica; en ocasiones, inmóvil como retrato, rompía su quietud con brinco sobre el sillín, transformando su mutismo en carcajadas, o llanto, según lo que suponía Julio, se le presentara al frente; en ocasiones tiraba más o menos buen ritmo por espacio de unos cuatro o cinco minutos (¿propagandas?), pero incluso en esos momentos era rara la ocasión en lograba un “buen” ritmo.

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Así, mientras de a poco y casi como de rebote se iba familiarizando con sus vecinos frontales, Julio se empecinó en descubrir qué veía a esa hora la señora/señorita/solterona Ibáñez. Solo para para eso sacó el único televisor que había en su departamento, arrumado por ahí en el armario del cuarto de huésped, y lo llevó hasta el cuartel general. Hacía mucho tiempo que había dejado de ver televisión, e incluso un poco más, desde que había hospedado a alguien por última vez.

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Para descubrir lo que veía la Ibáñez, Julio consideró suscribir un contrato por un pequeño plan de señal por cable, pero tras poner la empolvada antena y comenzar a buscar por los canales nacionales, al sintonizar el canal CARACOL, o quizás RCN, que igual a esa hora de la tarde pasaban el mismo tipo de novelas árabes, rápidamente dio con un fuerte candidato: la similitud entre la pantalla enfrente a sus ojos y la que adivinaba a la misma altura y unos metros al frente, que se dejaba ver en la reacción de la vieja, no podía fallar; las escenas correspondían a la telenovela turca: “Las mil y una noches”, que más allá de un símil entre los nombres de los protagonistas y, quizás en parte su ubicación espacial, poco más tendría que ver con la fantástica recopilación literaria …“¡Eureka!”

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El patrón coincidía a la perfección. Durante los mensajes comerciales, como pudo comprobar en dos tardes seguidas, la Ibáñez se dedicaba casi seriamente a pedalear mientras su mirada alternaba entre el suelo y la pantalla. Simultáneamente, al continuar el programa, en su esperpento de televisor Julio corroboró que efectivamente las piernas de la doña/ Ibáñez se movían con cierto ritmo agonizante, hasta que la más leve situación que ameritaba música de fondo, volvía a cortarle el paso.

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Al cuarto día pudo documentar un fenómeno interesante. En ciertas ocasiones, cuando la situación podía resultar especialmente tensa, en el 301 todo parecía detenerse: la vieja se estaba ausente de su terrenal morada, y su ser más bien andaría por del Líbano, o por ahí... En ese momento Julio descubrió un juego dentro del juego: anticiparse a las reacciones de la vieja Ibáñez oyendo simultáneamente la telenovela; ese tipo de entretenimiento podía usarlo varias veces durante todo el capítulo, si la trama resultaba lo suficientemente hipnótica para la mujer.  

Que de 3:00 a 5:00 de la tarde veía “Las mil y una noches” e intentaba hacer ejercicio, Julio se enteró poco antes de saber que se apellidaba “Ibáñez”. Eso fue accidental, pero marcó una de las reglas del juego: buscar el azar, no a los personajes. Sucedió una noche mientras pasaba por el restaurante ubicado justo al lado del edificio. La “telenovelera” salió por la puerta y antes que esta se cerrara, por allí mismo salió un joven mesero: “Señora Ibáñez, olvidó su bolso”, dijo no necesariamente en voz alta, pero sí suficiente para que el fisgón, a pesar de nunca haber cruzado palabra alguna con la vieja, supiera que se apellidaba “Ibáñez”.

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El día en que se cumplían dos semanas desde que había comenzado sus pesquisas, Julio había coincidido no haber “visto” a alguien más en su apartamento; que los fines de semana también pasaba horas mirando la televisión, pero en el sofá; y que si bien en principio parecía interesarse por su bienestar, por pasar algunas horas casi a diario en la elíptica,con sus actuar demostraba que le interesaba más lo que pudiera ocurrirle a “Sherezade”.                                                                                                                                 

Julio regresa de su memoria para continuar con su ejercicio de curioso. Desvía el catalejo a la derecha de la Ibáñez, al contiguo 302, habitado por la familia Buendía, conformada por un militar y su bella esposa de cabello tinturado. A esa hora el señor (¿cabo, quizás? Buendía estaría en la brigada, mientras su esposa se dejaba admirar con su pálida belleza, leyendo recostada sobre el diván en la sala.

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En la diagonal ascendente, en el apartamento 401, vivían los… Aún no había descubierto su apellido, y aunque le ansiaba descubrirlo, no podría preguntar a un vecino, tal como había quedado establecido desde la Ibáñez. El juego en sí, se jugaba sin requerimiento de ayuda externa; siempre todo tenía que descubrirlo mediante el azar, deducción o indagación indirecta; pero nunca a través de medios directos, como preguntar a otra persona, o cruzarse “casualmente” con ellos mismos para sacarles algo de información. De momento Julio en sus monólogos se refería a ellos como “los 401” y les catalogaba de familia religiosa, en razón a los varios domingos que les había visto salir de la catedral que se erguía un par de cuadras sobre la avenida, y, además, porque era habitual encontrarlos los sábados, cuando los visitaba la abuela de los niños, tomados por las manos a la familia entera, en lo que interpretaba era una oración de gracias antes de comenzar a comer. En general parecían muy decentes; quizás tendría que escarbar un poco más sobre ellos…

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Pasada lista sobre los 401, insaciable en su merodeo, enfocó su anteojo hacia el 402, justo al lado; apartamento con una historia por mucho más agitada que cualquier otra en el Buenos Ayres. En la honorable vivienda de los Gutiérrez, la persiana seguía moviéndose. Los Gutiérrez constituían una tradicional familia que era todo un caso, pero de los perdidos.

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De la familia, y en especial del padre de familia, tenía varias cosas por decir. Supo que se apellidaban “Gutiérrez” una noche en el bar del casino puesto en los bajos de un edificio cercano. Julio, sentado en la barra, había visto llegar al señor del 402. Desde una mesa continua a la barra se levantó un hombre obeso pasado de copas, quien lo saludó gritando: “Rodrigo Gutiérrez… vení para acá, maldito desgraciado.” “Gordo hijueputa, ¿Usted qué?”. Dijo el señor del 402. “Lo tengo” se dijo. “Son los Gutiérrez”.   

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Rodrigo Gutiérrez, como había sospechado en sus anteriores avistamientos, era un tipo alcohólico y conflictivo. La misma noche en que supo su nombre y apellido, al poco tiempo de estar sentado junto a “sus amigos” terminó por levantarse e irse a los puños con uno de ellos. Pero antes de eso, gracias a que el hombre hablaba duro, Julio alcanzó a oír algo de que su mujer ya lo había confrontado por una de sus amantes, que su hija, Andrea, era el putas en persona, y que estaba preocupado por una deuda sobre la cual su familia aún no sabía nada. “Qué joyita” pensó Julio al salir del bar.

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Por su parte Andrea Gutiérrez parecía ser una digna hija de don Rodrigo. Antes de verla un día sentada a la mesa en el apartamento 402 junto a sus padres y reconocerla como miembro de esa familia, Julio ya la había visto varias veces antes fumando en la terraza con amigas del colegio, a juzgar por el uniforme; en ocasiones con el chico del 201, desde que éste había llegado al edificio; pero la mayor parte del tiempo, sola. En sí “la Loca”, como solía llamarla Julio, tendría unos dieciséis años de edad y resultaba bastante sensual, a decir verdad. En varias ocasiones, cuando las persianas lo permitían, se había dejado perder en su figura; una vez andaba en cuando entró su padre para increparla por algo, acudiendo a su cinturón el señor Rodrigo para aplacar a su hija.

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El chico con quien ahora estaría en su habitación, el peludo marihuanero del 201, hijo de los Zapata, era un universitario de primer o segundo año. En varias oportunidades lo había visto aparecer desde la esquina, bien entrada la madrugada, a punto de caer, y al menos en dos ocasiones lo había visto vomitar antes de ingresar.

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En ese punto, llegado hasta las ventanas de los Gutiérrez, Julio comenzó a declinar obsesivamente su catalejo sobre las persianas de la habitación de Andrea, donde seguro estarían fornicando ella y el peludo marihuanero del 201. Lo sospechaba pues desde hace casi un mes que el Chirrete sin nombre y su familia se mudaron al Buenos Ayres, habían pasado mucho tiempo juntos; en especial fumando yerba en el parque detrás de su edificio, como lo había comprobado durante algunos de sus paseos nocturnos. No los había visto besarse, pero le parecía que era algo que debía ocurrir.

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Sin embargo, Julio decide primero terminar su ronda para después, no volver a despegar el catalejo del 402 y corroborar su tesis sexual.

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Es en ese sondeo apunta primero al 501, donde los Molano, que a esa hora tampoco han llegado del trabajo, seguro sospechan que Rosenda, la empleada del servicio, se recuesta en el sofá de la sala a ver otro posible televisor. “¿Cuánto le pagarán a ella por trabajar un par de horas y poner a trabajar al televisor por otro par?” se preguntaba siempre que la veía en esas el solitario mirón.

Pasando al último apartamento, el 502, es cuando por fin descubre lo que antes sin gafas le resultaba fuera de lo habitual: ¡el apartamento ya no estaba desocupado…! Desde que Julio es residente del edificio Colonia, en los últimos seis meses, el 502 permaneció deshabitado y sus ventanas cubiertas con hojas de periódico pintadas con colores oscuros... Ahora, negras cortinas cubren la sala y las dos habitaciones que desde el frente se alcanzan a ver. “¿Pero, en qué momento pusieron esas cortinas allí…?” Se pregunta Julio. “Estoy seguro de que hace un rato, cuando me asomé desde la sala, no estaban… ¿o sí?”  ¿Habría sido una mirada lo que había sentido antes, asomado desde la sala…?

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Todo cambió

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Durante la siguiente hora Julio estuvo tan pendiente de aquel apartamento, que descuidó el 402 y no supo precisar en qué momento el movimiento se había detenido; aun así, no vio algo más que el negro de las cortinas en las ventanas del 502.

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Desde esa misma tarde empezó a andar y frecuentar más los locales del sector, pero nunca encontró un hilo del qué aferrarse sobre sus nuevos vecinos.

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Con el paso de los días, el no pescar nada más de información sobre el apartamento 502, aumentó la intriga hasta rayar en desesperación. Julio ya prácticamente no miraba los otros objetivoss; se la pasaba horas enteras dedicado a mirar hacia el 502, sin sacar más que eventuales movimientos de las cortinas desde adentro del apartamento, que nunca ocurrían al mismo tiempo, por lo que supuso, vivía una sola persona. La tensión creció tanto, que en varias oportunidades se encontró considerando preguntar a alguien por el nuevo vecino del Buenos Ayres, pero nunca lo llegó a concretar; ciertamente no era una forma de proceder. Tendría que ser paciente y de ser necesario, colocar cámaras para mantener monitoreadas las ventanas allá al frente durante las 24 horas, buscar en la basura o hacer algo para llamar abiertamente su atención... Cada cual idea más descabellada que la anterior.  

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Tras completar una semana y no tener haber descubierto información alguna sobre quién se escondía tras las oscuras cortinas, la intriga se le transformó en una enfermiza obsesión. Fue entonces cuando Julio comenzó a idear un plan para indagar “descaradamente” algo del personaje en el 502; pero entonces, recibió la carta.

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Una tarde, al regresar del trabajo, encontró en el suelo de la entrada de su apartamento, a centímetros después de la puerta, una hoja de papel ocupada por caracteres escritos a máquina. El mensaje decía: 

 

¡Querido mirón del 301!

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Por lo visto jugamos el mismo juego. Sólo que vos sos un principiante, y por eso te gané.

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Te llamás Julio. Tu apellido es Fernández o Hernández, no lo preciso aún. Te gusta la música clásica y tomás mucho café. Que seas una persona solitaria no requiere prueba alguna (que igual las tengo…) pero en sí es un factor común en los jugadores… Hasta que aprenden a jugar en grupo (así el grupo no sepa que juega).

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Andás con relativa frecuencia por el barrio, buscando… ¿Buscándome…? Te esforzás por no estar allí, por pasar desapercibido. Eres, ciertamente, poco notable. Pero un mismo hombre que a la postre siempre lo encuentra uno solo, en los bares, en los restaurantes o en los parques, termina por hacerse visible.

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Sé también dónde trabajás, tu horario, y que casi nunca encendés el televisor; que a propósito, sé también cuál es el único programa que ponés, y sé que ni lo ves, porque lo hacés como parte del juego con alguien en este, el edificio desde donde ahora te escribo. Por el ángulo de tu catalejo, supondría que es la vieja del 301, la familia Zapata del 201 o los Ferrán, en el 401.

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Si tanto tengo para decir de vos, ni te imaginás lo que conozco de tus vecinos en el edificio Colonia, en donde ahora lees esta nota. Pero cierto es que vos has sido a quien más he observado; desde que te descubrí, cuando aún me ocultaba tras el papel periódico, vos fuiste mi fivha más preciada, porque así es este juego… Creéme Julito. Hay muchos como nosotros. —Imagino que ya lo te lo habías figurado— y todos jugamos a lo mismo: a buscar estilos de vida y descubrir particularidades en esas vidas; pero cuando encontrás a otro jugador, o cuando sos encontrado por otro jugador, es donde empiezan las verdaderas partidas. Durante la partida o se gana o se pierde; se caza o se es cazado. Yo te cacé a vos, y vos ni enterado estabas de eso (lo sé por tu actuar). Pero este juego, como la vida misma, te da una segunda oportunidad, y si esto ya no ni siquiera un juego, sino un vicio más, al perder, te das cuenta que algo hiciste mal y entonces lo mejorarás…

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Pero por ahora, Julito… Perdiste.

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Posdata: Un catalejo es poco útil para espiar; te deja muy al descubierto y pierdes el 50% de lo que pasa…

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Cordialmente: N.N

 

A la semana siguiente, Julio se mudó a otro apartamento y cambió su catalejo por unos binoculares: Reconoció que el catalejo es resultaba impráctico para apostarse a espiar tanto fichas como jugadores.

 

  FIN

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