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Los estamos observando

   Redacción colaborativa Revista Takiq   

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Todas las ventanas son distintas. Hay ventanas que dan a otras ventanas o a paredes grises; unas llevan a edificios altos, otras a gente caminando, otras a montañas o ríos, La mía, por ejemplo, da hacia un árbol de guayabas. Pude ser cómplice de mi ventana desde que paso más tiempo en casa, que fuera de ella. El silencio se interrumpe con el golpe estruendoso, cada tanto, de una guayaba que cae, que se lanza, que se cansa. Estalla contra el piso y marca el paso del tiempo. Pienso en las guayabas que caen y en aquellas que las ven caer, y entonces entiendo que se puede ser testigo de la muerte de otros, mientras se ignora la propia, esa que cuesta aceptar, la verdadera.

Dos tipos descienden por la calle en la que vivo en dirección al parque, presumo, porque más allá no se encuentra nada interesante. Uno de ellos extiende una papeleta pequeña de perico frente a su cara. En ese momento, el otro, pierde las monedas que le sobraron de la transacción. Seguidamente, se escucha el sonido de una de ellas al caer en la alcantarilla. El primer tipo se torna furioso y empuja al descuidado que trata de abrazarlo para hacer las paces. Discuten un poco con sus rostros muy cerca. El tipo de la papeleta lo señala con el dedo como advertencia; el otro, asiente con la cabeza, hace un puchero y se acerca al primero. Finalmente, se besan y continúan su descenso al Parque de los sueños para volar juntos.

M

D

Balú, cruzado de patas mirando con gesto de leve intriga, y Coyote, el azorrado perrito contra la pared que medio para oreja a ver si lo llaman para salir a caminar... Ellos, Balú y Coyote, han sido mi enlace con el mundo exterior; la excusa legal (Parágrafo 4°, Artículo 3°, Decreto 457 del 2020) para salir a caminar en tiempos de Covid-19. Mis perros son mis verdaderas ventanas.

Hoy mirando mi pequeño jardín y al ver ya tan florida esta hermosa planta (la que nadie sembró y entonces deduzco que algún insecto polinizó) pensé la similitud entre ella y yo: los dos nacimos por un accidente, no fuimos planeados.

¿Alguien sabe el nombre de esta planta?

G

J

Cuando llegues, amor,

Te diré tantas cosas

O quizás, simplemente,

Te regale una rosa…

 

Leonardo Favio -

 

 

Las casas de mi cuadra tienen rosales, en cada antejardín hay por lo menos 2 rosas, además de los arbustos o guarda parques, las flores de maní o alguna maleza de flores pequeñas. Hay rosas rojas, naranjas, rosadas y en los días de suerte alcanzo a ver una amarilla. Cuando el encierro era más voluntario que obligado, solía saludarlas a cada paso, mimarlas, despedirme y extrañarlas cuando se marchitaban. Ahora, cuando me asomo a la ventana siempre están ahí, no se han ido, ni marchitado, ni perdido. A través de mi ventana sólo puedo ver las rosas, las veo danzar junto a la lluvia que cae y luego no las veo. En dos ocasiones durante esta cuarentena les tomé fotos, las saludé y las mimé, pero luego no más, la ansiedad de salir en esta cuarentena no me deja asomarme a la ventana, suelo estar en mi cuarto encerrado, trabajando, leyendo o esperando que pase todo esto, pero las rosas me esperan afuera, me hacen pensar que la primavera no se va, tal vez han florecido varias veces, tal vez se han muerto varias veces, pero para mi se mantienen ahí, en pausa, esperando que podamos salir de nuevo, esperando que todo pase, esperando que todo termine.

Convertí mi balcón en el recuerdo de una iguana. O de muchas. Todo lo verde me recuerda a ellas. Sobre todo, el pasto. El pasto que encierra mi conjunto –o mi invasión– desde la entrada hasta el final. Recuerdo que a los cinco años hice parte del cero coma uno por ciento que fue víctima de una iguana en Ecuador. La muy condenada no entendió que mi imaginación me hizo verla como un caballo cafecito con silla de montar. La muñeca púrpura con sombrerito y trenzas que me había ganado ese día en la Cajita Feliz de McDonald’s, fue la que quiso cabalgar en la iguana-caballo, y no yo. Sin embargo, me gané el mordisco a costa de ella, y la cicatriz que hoy me lo recuerda.

Nueve años después, una iguana se instaló en nuestra sala para recibir más cómodamente la brisa del mar de Cartagena. Con tranquilidad e indiferencia, empezó a pegarnos latigazos en el intento de dejarla nuevamente en su hábitat. Estuvo lo que quiso. Dio algunas vuelticas por la casa. Aprovechó para conocer las habitaciones, y luego se fue para volver al otro día… esta vez, con compañía. Luego de unos meses, nos mudamos para otro apartamento en ese mismo conjunto. Esta vez no eran dos iguanas de cola incontrolable y mirada indiferente, sino que eran simplemente –lo más simple y normal del mundo–, dos iguanas partidas a la mitad con los órganos llenitos de moscas, dándonos la bienvenida en el nuevo hogar.

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Hace pocos días, una iguana de color pasto quemado –como le dice mi madre– se instaló en el techo de la casa de al frente. Me contó que casi no se mueve. Que a veces sólo se asoma hacia las calles desoladas –«no sabíamos que la muerte podía ser tan bella», le dice Vasili a Alexievich–. Que se la pasa ahí, tranquilita o asustadita o hambrientica, recibiendo el tremendo sol de Cali. Que no entiende cómo carajos llegó hasta el techo de una casa que mide seis metros. Que ella le tira pan con mortadela para que no se muera de hambre, pero que quién sabe si se lo come. Que ha llamado a la Policía Ambiental para que la bajen, pero que no contestan, y que la policía normalita, la no ambiental, dijo que no, que ellos no se hacen cargo de eso –algo tan propio de los pobres de espíritu–. Que tal vez hay que decirles que hay una persona en el techo para que ahí sí vayan porque los animales no son nada a comparación de nosotros –aunque de ser así, yo preferiría ser nada, a esto–.

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No sólo Victoria o Verdolaga, que es como mi madre y mi abuela le han decidido llamar a la iguana, se encuentra –o se encontró alguna vez– fuera de su hábitat. Zorros grises, cabras, siervos, jabilíes, pavos, delfines, coyotes y osos pardos, entre otros, han salido –o salieron– del confinamiento en el que los hemos puesto, para recorrer las calles. Ahora entiendo que los latigazos de la iguana en Cartagena tenían sentido: éramos nosotros, y no ella, los invasores que le echaron cemento a cuanto pasto y animal hubiera para robarles su espacio. Que fuimos nosotros, y no ellas, los que matamos a las dos iguanas para ponerlas abiertas en medio de un matorral mientras las moscas hacían lo suyo, pues, como dijo no sé quién, los animales sólo tienen su propia vida y hasta eso le quitamos. Ahora, entiendo que mi casa en Cartagena nunca fue mi casa, sino su casa. Hoy, dieciséis años después, en el silencio de mi balcón que es un recuerdo, le ofrecí disculpas a la iguana-caballo con silla de montar, por no haber entendido que las iguanas y los caballos no van de la mano, y… tampoco con nosotros.

K

C

Algunos pensarán que es exageración, pero estoy en el centro de los Andes y logro ver desde mi refugio el mar Pacífico. A lo lejos se ve el atardecer y éste me hace pensar en el verde mágico de esta región olvidada por el estado. Vibro al pensar que, a lo lejos, en esas tormentas, una balsa choca contra las olas para sacar del fondo un bello pargo rojo, que si es platero sabe mejor. También, pienso en cientos de años atrás como ese mar unió dos culturas que eran tan distantes, y que ahora se entrelazan en cadenas de ADN. Estamos a un palmo de todo, no nos damos cuenta, pero la vida es un pañuelo; usado, por cierto.

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La ventana muestra mis compañeras de confinamiento, algunas un poco altivas acaparando toda la luz, otras tratando de manejar el bajo perfil. ¡Qué susurran! Entre ellas las letras de la magia y el símbolo de la resurrección que esperábamos diera la humanidad, ya sabemos lo ocurrido, el gallo seguirá cantando mientras los insensatos caigan.

J

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