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Poéticas

de ciudad

Texto: Juan Manuel Acevedo
Ilustración: Jorge Mendoza

Las ciudades viven en nosotros como los amores. Son los que fueron y lo que quisimos que fueran. Como en el amor, las construimos con el afecto; como el amor, parecen borrarse a veces del recuerdo, pero reaparecen casi siempre en el acto involuntario de la memoria. Preferiríamos verlas como las amamos y no como cambiaron al alejarnos de ellas.  

 

Óscar Collazos

Las ciudades son casi siempre lo que fueron en los recuerdos de la infancia; aunque crezcan y se degraden, siguen allí como un mapa inmune a las transformaciones impuestas por el tiempo y por los hombres. Una ciudad es en principio el espacio de la infancia, de los amores, de la amistad. Acaban convirtiéndose en fundaciones mitológicas, es decir en espacios sin tiempo.

En nuestra memoria, las ciudades que vivimos y amamos no existen bajo la engañosa idea del progreso. Al resistirnos a verlas como lo que han llegado a ser, las congelamos en una foto fija que nos habla de lo que fueron. Objeto de nostalgias, dejan de ser topografía urbana y se convierten en cartografía emocional. No otra cosa son la Lisboa de Pessoa y la Buenos Aires de Borges.

En los tiempos que transcurren hemos visto las postales de las ciudades deshabitadas, por televisión, WhatsApp o Facebook. Hemos asistido al brillo de la ausencia en las grandes capitales del mundo, y a la posibilidad de un renacer de la naturaleza. Pero el grueso álbum de fotografías que nos enfrenta a una ciudad, nos enfrenta también a las ficciones de nuestra memoria, que nunca corresponden al mapa real. La escritura inventa una nomenclatura de sentimientos y de esa manera recordamos sólo lo que deseamos recordar, precisamente por ello las ciudades añoradas conforman la poética urbana, ciudades invisibles con nombre de mujer y seguramente con todo el olor de la melancolía.

Si se siguen ojeando las fotografías le damos transito libre a la memoria, y encontramos la textura de una ciudad olvidada por sus transeúntes, pero recordada por sus ausentes.  Generalmente las ciudades tienen dos dinámicas: la partida y el retorno. Partimos de la ciudad, de la ciudad de nuestra infancia, para buscar otros aires, para confrontar nuestro yo; partimos de la ciudad, la que nos vio nacer, para poder ser otros de como nos recordamos en ella; y retornamos a ella siempre, después de muchos años, para corroborar que valió la pena, que fue bueno iniciar la aventura. De paso habría que anotar un tono mítico, tal vez épico en este accionar con respecto a la ciudad: primero, la partida (por supuesto hay una variable: la huida), repleta de llanto de despedidas, de rupturas, de incertidumbres; después, el retorno, siempre lleno de ansiedad, de esperanzas, de muchos anhelos. Entre la primera y la segunda acción, como si fuera la tensión de un arco, el ser humano forja su vida y se hace viajero de sí mismo.

Es por eso que hablar de la ciudad es sólo un pretexto para deambular por la más profunda piel, de voces y memorias, por sus deseos y secretos, es de alguna manera hablar de ese rumor de signos que poco a poco conforman lo urbano, pues a la ciudad no la construyen los urbanistas, a la ciudad la crea la literatura y la perpetúan las palabras.

El urbanismo es demasiado frió para sentir, no nos dice nada del alma de la ciudad, únicamente la literatura crea la ciudad y la convierte en urbe, porque otorga al lector-ciudadano muchas posibilidades, desde la Jerusalén bíblica y la Troya de Homero hasta la ciudad de la ultimas cosas. La literatura pasa entonces a ser el mayor registro de cartografía emocional, que incluye en sus anaqueles al Paris de Víctor Hugo, Maupassant y Baudelaire, para quienes la ciudad es: un libro de piedras que se debe leer.

En las ciudades invisibles, Italo Calvino, imagina al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas y le acomete el deseo de una ciudad; llega a Isidoro, llega a la ciudad soñada que lo contenía joven, y en la plaza esta la pequeña pared de los viejos que miran pasar la juventud. Calvino nos enseña que los deseos son ya recuerdos y esto equivale a enseñarnos que las ciudades nos contienen, pues son la memoria de lo que somos. Con nombres de mujer, las ciudades de Calvino son las ciudades del amor revivido, las ciudades de la nostalgia pura en donde cada memoria enamorada guarda sus magdalenas.

La literatura pasa entonces a ser un álbum mas amplio: ¿Qué decir entonces de la New york de Whitman, Dos pasos y Lorca? ¿Qué decir cuando la literatura nos devuelve la fisonomía de las ciudades que conocimos antes de conocerlas y las recrea a la par de la megalópolis moderna?

Los escritores hacen sus propias ciudades conscientes de que cualquier urbe se expande como imaginario, son los geógrafos de las ciudades invisibles como Camelot, la tierra media de Tolkien, el Macondo de Gabo, la Santa María de Onneti, o esas tantas otras ciudades que entre el azar y el infortunio han sido eternizadas por la palabra. Sin duda son ciudades fundadas por la literatura, convertidas en hechos estéticos de una nueva realidad, la del recinto de los símbolos y los signos de todos los tiempos.

Los utópicos de todas las épocas, crédulos de ciudades ideales recurrieron a un modelo de ciudad dio la literatura y en ocasiones la filosofía, así las diferentes denominaciones conformaron una pleyade de utopías entre las que se destacan: La ciudad de Dios, la ciudad del Sol, la nueva Atlántida e Icaria, Ciudades que abogaron por la armonía y la fraternidad.

Si las ciudades se transforman, si cambian como la piel de un ofidio, es por que enmarcan las distintas variaciones de la mentalidad de los hombres que las habitan. Ya lo había dicho Spengler, sucede un gran acontecimiento político y el rostro de la ciudad tomará nuevas arrugas. Esas nuevas marcas, en tiempo de confinamiento se han expresado por los sonidos de las urbes, como un especial latido que ha variado desde el silencio ensordecedor de los primeros días -o los aplausos para la primera línea de la emergencia- a los vendedores de frutas y hortalizas que recorren cada rincón de la ciudad, también han aparecido los mariachis y los músicos callejeros, suenan tonadas de flautas y violines que nos permiten pensar a la luz de Antonio Muñoz Molina, “De qué sirve huir de las ciudades, si lo persiguen a uno hasta el fin del mundo”.

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