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Sobre las parejas que duermen en la misma cama

Texto: José Rodolfo Rivera

Collage: Johan Andrés Rodríguez

Ya desde el principio éramos como extraños en nuestra propia casa. Nunca nos entendimos. Si acaso llegábamos a hablar, sólo era por no sucumbir ante la insoportable pesadez del encierro. No soportábamos ya ni tan siquiera mirarnos: no era más que un mezquino intercambio de desprecio, resignación o indiferencia. Y en parte, el espejo era el culpable: representaba ese mundo paralelo en el que nos aborrecíamos. Pero bien, no es tan terrible como lo he descrito hasta ahora. Como dije, fuimos siempre unos extraños, pero al menos al principio nos dejábamos ir viviendo; más que la simple cotidianidad, era la inercia soportada en la costumbre de habitar el mismo lugar, de ser casi los mismos en el mismo espacio.

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Despertar en la mañana y mirarnos era ya proyectar sobre nuestras miradas la languidez y el desasosiego del día que nos esperaba; esa sola visión de la mirada anulaba todo gesto de sonrisa, toda intención de abrazo, todo impulso de besarnos. Nos levantábamos entonces como dos individuos, como dos entes que compartían una cama, pero a la vez vivían sus propias vidas solitarias.

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Desayunábamos lo mismo en todo caso, o a pesar de todo, porque sentarnos a la mesa era sentir el peso de nuestras existencias, la levedad en el todo, en la incertidumbre de nuestros pensamientos. Pero al fin, como no llegábamos al límite de anularnos, de desaparecernos, cada cucharada era un trozo de resignación, cada sorbo era un trago de condescendencia. Así y todo, aplazábamos cada cucharada, cada sorbo, con la firme intención de no terminar nunca, porque por lo menos ese estar ahí era la manera más cómoda de soportar nuestro encierro.

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Al levantarnos de la mesa, parecía que los platos se levantaban solos y solos se apilaban en la cocina, hasta que alguno cometía la desfachatez de lavarlos. Y luego llegaba la hora del trabajo, o mejor, del teletrabajo; y así nuestra vida, si es que así podía llamársele al curso teledirigido que prolongaba el adormecimiento de nuestra existencia. Nos sentábamos cada uno frente a su pantalla, nos conectábamos, o mejor, nos inyectábamos de aburrimiento con el fin de soportar las tres o cuatro horas hablando solos, interconectados con otros nadies, también sumidos, sometidos, conectados, inyectados, al otro lado de las pantallas. A lo lejos, como un susurro vehemente, escuchaba cómo ella hablaba, monologaba cifras, estadísticas, cálculos; de este lado, yo intentaba unir dos o tres ideas en un sinuoso monólogo improvisado sobre Platón y el mito de la caverna; sobre Schopenhauer y la voluntad como principio; sobre Heidegger y el ser para la muerte. Al desconectarnos, el mundo volvía a salirse de las pantallas y se instalaba en el insufrible espacio de nuestro confinamiento.

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Y de nuevo nos esperaba la mesa. El almuerzo llegaba siempre puntual. Preparar el desayuno era ya suficiente; nos merecíamos, o eso queríamos creer, un descanso, y como podíamos pagarlo, nos llegaba hasta la mesa. Esta vez nos acompañaba la televisión. Las noticias no decían nada, porque decían muchas cosas; o decían muchas cosas, porque no decían nada. Hablaban de un virus, de una pandemia, mostraban muertos, riñas, protestas, crisis, lo mismo de siempre, antes del virus, después del virus. A ella sí que le interesaba: anotaba las cifras, las estadísticas, hacía cuentas, tomaba apuntes. Para mí era más de lo mismo. Solo me llevaba a lo que había monologado en la mañana sobre el mito de la caverna, con la diferencia de que mientras en la fábula de Platón ninguno quería salir, ahora nadie debía salir; y ya no sé bien si es que no quería, no podía, o más bien me refugiaba, nos refugiábamos en el no debíamos. Del querer, al poder, y al deber: he ahí una fórmula para explicar la transición del lobo al hombre. Traté de explicárselo, pero me dijo que eso no tenía sentido, y que además no hubo tal transición, seguíamos siendo unos lobos, peores que los lobos: una cachetada de mi propia desfachatez filosófica.

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Ella seguía en sus propias elucubraciones matemáticas, a partir de los datos que le decían las noticias y se regodeaba en mi vergüenza diciendo que eso sí tenía sentido, contar el número de infectados, de muertos, de recuperados; calcular el porcentaje de los sintomáticos, los asintomáticos, que eso sí era lógico, racional. Hasta que oímos a un político decir que tantos miles de infectados ya no eran un peligro para la ciudadanía, puesto que ya estaban muertos. Apagamos la televisión.

Entre sus elucubraciones matemáticas y mis elucubraciones filosóficas se nos iba prácticamente la tarde; tomábamos apuntes, hacíamos diapositivas, aunque no entendíamos muy bien para qué, o para quién. Revisábamos cada minuto nuestros celulares, casi con el mismo impulso del latido de nuestros corazones; revisábamos mensajes, los contestábamos; enviábamos audios, contestábamos los que nos enviaban. En fin. No queríamos, no podíamos, o simplemente no debíamos soltarlos, tal vez porque entendíamos que al hacerlo tendríamos que enfrentar la insoportable pesadez de nuestro encierro.

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La virtualidad es un medio de evasión; no sé si de la realidad, pero de algo nos proponemos huir cuando nos conectamos, algo rechazamos, a algo renunciamos. En efecto, según nos dice su etimología, la evasión implica un alejarse de la dificultad. Y vida es dificultad: vivir es sobrellevar con esmero y coraje los estragos, los residuos o los fragmentos de nuestra existencia.

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En cuanto al término realidad virtual hay más equívocos; la realidad es lo relativo a la cosa verdadera, lo real es una cosa, y someter lo real, la cosa a la virtualidad, es descomponerla, fragmentarla; en cuanto a la virtualidad, se refiere a la fuerza o voluntad para realizar un trabajo, aunque dicha fuerza o voluntad aparente no hacerlo: virtual significa algo aparente que no es real. Ahora bien, lo virtual no es real, pero se alimenta de nuestra percepción de lo real. Lo virtual es la llama encendida al fondo de la caverna; es cómo estar ahí, sentados frente a ella; es cómodo, aunque nos aburra hasta el cansancio.

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(Esta es mi divagación, mi elucubración de la tarde).

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Ya en la noche, después de cenar (cena que consiste en galletas o pan con mantequilla y chocolate, y en mi caso un plato de cereal con yogurt) vemos uno o dos capítulos de una serie, o bien una película. Aunque quedamos con ideas, con preguntas, impresiones de lo visto, evitamos exponerlas, pues ello nos haría hablar, caer en la ilusión, la falsa apariencia del diálogo, la compañía, para luego volver a la angustia de quedarnos de nuevo sin palabras. Y creo, que quedó claro en mi divagación que eso de la ilusión, de lo aparente, lo tenemos reservado a las pantallas.

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Apagamos la televisión y nos entregamos a la música, nuestro único respiro; o bien, otro medio de escape, otra evasión más. Nos asomamos un rato al balcón, contemplamos la noche, la luna, las estrellas, las casas, las calles, los carros, las ventanas por las que solo se ven televisiones encendidas. A lo lejos se oyen gritos, disparos, sirenas de varias ambulancias. Va siendo hora de dormir. Nuestros cuerpos, solos, se transportan, se llevan hasta la cama, se arropan y, conectados a sus propios celulares, a la música en sus audífonos, se entregan a su propio rincón. Y esta vez, como todas las noches, desde que empezamos a desconocernos, a extrañarnos, no hay miradas, ni pensamientos; sólo la música y el inminente letargo que nos arrojará al olvido del sueño, otra forma de confinamiento, de realidad virtual.

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Idea para una próxima divagación: Heidegger (“El olvido del ser”).

© 2020 Revista Takiq

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